En Argentina, ni siquiera el dólar funciona ya.



La situación de Pablo es algo especial. Hace diez años, fue empleado expatriado de Huawei en Argentina, viviendo dos años en este país sudamericano; una década después, volvió a pisar esa tierra para asistir a la conferencia Devconnect, esta vez como desarrollador Web3.

Esa perspectiva que abarca diez años le ha convertido en testigo de un cruel experimento económico.

Cuando se marchó, 1 dólar apenas se cambiaba por poco más de diez pesos; hoy, el tipo de cambio en el mercado negro argentino se ha disparado hasta 1:1400. Según la lógica comercial más simple, esto significa que, si tienes dólares en el bolsillo, deberías gozar de un poder adquisitivo imperial en este país.

Sin embargo, esa “superioridad del dólar” solo le duró hasta la primera comida.

“Volví a mi antiguo barrio, uno normal, y fui a un restaurante pequeño donde solía comer”, recuerda Pablo. “Pedí un plato de pasta y, convertido a yuanes, me costó 100 RMB”.

Ojo: no se trataba de una zona rica llena de turistas, sino de un local modesto y popular. Hace diez años, comer allí costaba unos 50 RMB por persona; ahora, en este país calificado por los medios globales como “estado fallido”, los precios igualan a los del CBD de Shanghái o del París occidental.

Esto es un caso típico de “estanflación”. Aunque el peso se ha devaluado más de cien veces, los precios de los productos en dólares han subido más de un 50%.

Cuando la confianza de un país se derrumba por completo, la inflación es como una inundación indiscriminada: aunque viajes en la aparentemente sólida barca del dólar, el agua te llega igualmente a los tobillos. De manera casi surrealista, el país traslada el coste del colapso monetario a todos, incluso a quienes poseen divisas fuertes.

Muchos creen que, en una convulsión tan violenta, la gente acapararía dólares presa del pánico, o abrazaría las criptomonedas como predicen los tecnófilos. Pero estábamos equivocados.

Aquí, los jóvenes ni ahorran ni compran vivienda, porque el dinero pierde valor desde el mismo momento en que lo reciben; aquí, el verdadero control del pulso financiero no lo tiene el banco central, sino una red financiera en la sombra formada por las casas de cambio judías del barrio Once y más de 10.000 supermercados chinos repartidos por todo el país.

Bienvenidos a la Argentina subterránea.

Los jóvenes no se atreven a tener futuro

Para entender la economía sumergida argentina, primero hay que conocer la lógica de supervivencia de un grupo: los jóvenes que “viven el momento”.

Si paseas por las calles de Buenos Aires de noche, puedes sufrir una grave distorsión cognitiva: los bares rebosan de gente, la música de los salones de tango no cesa, y los jóvenes de los restaurantes siguen dejando generosas propinas del 10%. No parece el país en crisis sometido a una “terapia de choque”, sino una época dorada.

Pero esto no es un signo de prosperidad, sino una especie de “fiesta del fin del mundo” casi desesperada. En la primera mitad de 2024, la tasa de pobreza del país se disparó hasta el 52,9%; incluso tras las reformas impulsadas por Milei, en el primer trimestre de 2025 aún hay un 31,6% de la población bajo el umbral de la pobreza.

En la narrativa grandilocuente del círculo Web3, Argentina se describe a menudo como una “cripto-utopía”. Desde fuera, se imagina que, en este país donde la moneda ha perdido validez, los jóvenes convierten de inmediato sus salarios en USDT o bitcoin para protegerse.

Pero Pablo, tras investigar sobre el terreno, pincha sin piedad esa burbuja elitista.

“Eso es un error”, afirma Pablo sin rodeos. “La mayoría de los jóvenes viven al día; tras pagar alquiler, facturas y gastos, apenas les queda nada, no tienen ahorros para comprar dólares o stablecoins”.

No es que no quieran protegerse, es que no pueden.

El obstáculo al ahorro no es solo la pobreza, sino la “devaluación del trabajo”.

Entre 2017 y 2023, el salario real argentino cayó un 37%. Incluso tras la llegada de Milei y la subida nominal de los sueldos, el poder adquisitivo del sector privado perdió un 14,7% en el último año.

¿Qué significa esto? Que un joven argentino trabaja más que el año pasado, pero puede comprar menos pan y leche. En este contexto, el “ahorro” es una broma absurda. Así, una especie de “inmunidad racional a la inflación” se extiende entre esta generación.

Si por mucho que te esfuerces nunca podrás ahorrar lo suficiente para el pago inicial de una vivienda, si el ritmo del ahorro jamás superará la velocidad a la que se evapora el dinero, entonces convertir esos pesos que pueden volverse papel mojado en cualquier momento en placer inmediato es la única opción racional desde el punto de vista económico.

Una encuesta muestra que el 42% de los argentinos siente ansiedad constante y el 40% se siente agotado. Pero al mismo tiempo, hasta el 88% admite recurrir al “consumo emocional” para combatir esa ansiedad.

Esta contradicción colectiva es el reflejo de un siglo de altibajos nacionales: bailan tango contra la incertidumbre del futuro, se anestesian con asados y cerveza frente al sentimiento de impotencia.

Pero esto es solo la superficie de la Argentina subterránea. ¿A dónde van esos miles de millones de pesos gastados a toda prisa por los jóvenes?

No han desaparecido. Bajo el amparo de la noche porteña, esos billetes fluyen como ríos subterráneos hasta las manos de dos grupos muy especiales.

Uno es el mayor “aspirador de efectivo” de Argentina; el otro, el “banco central en la sombra” que controla el tipo de cambio.

Supermercados chinos y casas de cambio judías

Si mañana el Banco Central argentino cesara su actividad, el sistema financiero del país podría caer en caos temporal; pero si los 13.000 supermercados chinos cierran a la vez, la sociedad argentina colapsaría de inmediato.

En Buenos Aires, el auténtico corazón financiero no late en los bancos ostentosos, sino que se esconde en cajas registradoras de barrio y en las casas del Once.

Es una alianza secreta entre dos grupos de forasteros: los dueños chinos de supermercados y los judíos con siglos de experiencia financiera.

Nada penetra tanto en el tejido urbano argentino como los “Supermercados Chinos”. En 2021 ya había más de 13.000, el 40% del total nacional. No son tan grandes como Carrefour, pero sí omnipresentes.

Para la economía sumergida, estos supermercados no solo venden leche y pan; en esencia, son “puntos de captación de efectivo” que operan 24/7.

La mayoría prefiere que los clientes paguen en efectivo; algunos restaurantes avisan que hay descuento si se paga en efectivo, y hasta lo anuncian: “Descuento por pago en efectivo 10%~15%”.

El motivo es la evasión fiscal. El IVA argentino es del 21%; para no dejar ese pastel al gobierno, los comerciantes prefieren compartir el beneficio con el cliente y mantener la facturación fuera del sistema oficial.

“La agencia tributaria lo sabe, pero nunca ha hecho inspecciones severas”, comenta Pablo en la entrevista.

Un informe de 2011 ya mostraba que las ventas anuales de estos supermercados superaban los 5.980 millones de dólares. Hoy, la cifra es aún mayor. Pero hay un problema: el peso “quema” en las manos, y con una inflación anual de tres dígitos, pierde valor cada segundo.

“Los empresarios chinos acumulan grandes cantidades de pesos y necesitan cambiarlos a yuanes para enviarlos a China, así que buscan todos los medios para cambiarlos”, dice Pablo. “Por eso, para los turistas chinos, el canal más cómodo y con mejor tipo de cambio es el supermercado chino o el restaurante, porque necesitan con urgencia yuanes para cubrirse del peso”.

Pero los pocos turistas no pueden absorber tanto efectivo; los supermercados necesitan otra vía, y en Buenos Aires solo las casas de cambio judías del Once tienen capacidad para digerir tal volumen.

“Históricamente, los judíos se concentraban en el barrio mayorista Once. Si has visto películas sobre judíos argentinos, algunas escenas se rodaron allí”, explica Pablo. “Allí tienen su sinagoga y también fue el único lugar en Argentina donde hubo un atentado terrorista”.

Se refiere al atentado de la AMIA el 18 de julio de 1994, cuando un coche bomba explotó frente al centro comunitario judío AMIA, matando a 85 personas y hiriendo a más de 300. Fue el día más oscuro de la historia argentina. Desde entonces, frente a la sinagoga hay un enorme muro con la palabra “paz” en muchos idiomas.

Esa tragedia cambió por completo la filosofía de supervivencia de la comunidad judía, que se volvió extremadamente cerrada y cauta. Esos muros no solo frenaron bombas, también cohesionaron al grupo.

Con el tiempo, los comerciantes judíos dejaron el negocio mayorista y se centraron en lo que mejor sabían hacer: las finanzas. Operan las llamadas “Cuevas”, casas de cambio clandestinas, y, gracias a sus contactos políticos y económicos, han creado una red de transferencias de fondos independiente del sistema oficial. Hoy en día, algunos han dejado el Once y otras etnias, incluidos chinos, han entrado en el negocio.

Con el control de cambios argentino, la diferencia entre el tipo de cambio oficial y el del mercado negro llegó a superar el 100%. Cambiar divisas por el canal oficial significaba perder la mitad del valor. Así, empresas y particulares dependen de la red financiera clandestina judía.

Los supermercados chinos producen diariamente un alud de efectivo que urge convertir en divisa fuerte. Las casas judías tienen reservas de dólares y canales globales, pero necesitan pesos para sus préstamos y cambios diarios. Así nace un círculo comercial perfecto.

Por eso, en Argentina, furgones blindados (o coches privados discretos) circulan cada noche entre los supermercados chinos y el Once. El flujo de efectivo chino alimenta la red financiera judía, y las reservas en dólares de los judíos ofrecen a los chinos una salida de emergencia para su riqueza.

Sin trámites de compliance, sin colas bancarias, apoyados en la confianza y el entendimiento entre comunidades, este sistema ha funcionado eficazmente durante décadas.

En tiempos de fallo estatal, esta red sumergida ha sostenido la supervivencia de familias y comercios. Frente al tambaleante peso oficial, los supermercados chinos y las cuevas judías son, sin duda, más fiables.

Evasión fiscal punto a punto

Si los supermercados chinos y las cuevas judías son la aorta de la economía sumergida argentina, las criptomonedas son su vena más oculta.

En los últimos años, el mundo Web3 ha mitificado a Argentina como paraíso cripto. Los datos parecen confirmarlo: en este país de 46 millones, la tasa de tenencia de criptomonedas es del 19,8%, la mayor de Latinoamérica.

Pero si, como Pablo, profundizas en la realidad, el mito pierde glamour. Nadie habla de descentralización ni de innovación blockchain.

Toda la pasión se centra en un verbo desnudo: escapar.

“Fuera del mundo cripto, el argentino medio apenas conoce el tema”, dice Pablo. Para la mayoría, el uso de criptomonedas no es una revolución por la libertad financiera, sino una defensa para preservar el valor de sus activos. No les importa qué es Web3; solo les interesa una cosa: si el USDT evitará que su dinero se desintegre.

Por eso las stablecoins representan el 61,8% del volumen de cripto en Argentina. Para freelancers, nómadas digitales y clases pudientes con negocios internacionales, el USDT es su dólar digital. Mejor que esconder dólares bajo el colchón o arriesgarse en el mercado negro, convertir pesos en USDT con un clic parece más elegante y seguro.

Pero la seguridad no es el único motivo: la razón más profunda es la ocultación.

Para las clases populares, su “criptomoneda” es el efectivo.

¿Por qué los supermercados chinos prefieren el efectivo? Porque así no dan factura y se ahorran el 21% de IVA. Para un trabajador que gana unos cientos de dólares al mes, ese billete arrugado de pesos es su “puerto fiscal”. No necesita entender blockchain, solo que pagar en efectivo es un 15% más barato.

Para la clase media, freelancers y nómadas digitales, el USDT y otras stablecoins hacen la misma función. La agencia tributaria argentina no puede rastrear las transferencias en la blockchain. Un programador que cobra proyectos del exterior: si recibe el pago por banco, está obligado a cambiarlo al tipo oficial y pagar altos impuestos. Pero si lo recibe en USDT, es completamente invisible.

Esta lógica de “evasión fiscal punto a punto” atraviesa todas las capas sociales argentinas. Ya sea una venta callejera en efectivo o una transferencia de USDT de la élite, todo responde a la desconfianza hacia el Estado y a la protección de la propiedad privada. En un país de impuestos altos, bajos beneficios sociales y moneda en constante devaluación, cada “transacción gris” es un acto de resistencia contra el saqueo institucional.

Pablo recomienda una webapp llamada Peanut, que no requiere descarga, ofrece un tipo de cambio cercano al del mercado negro e incluso admite verificación de identidad china. La aplicación está creciendo rápidamente en Argentina. Su éxito demuestra el deseo del mercado de “canales de escape”.

Aunque la herramienta está al alcance de la mano, el arca de Noé solo transporta a dos tipos de pasajeros: los verdaderamente underground (pobres que usan efectivo y ricos que usan cripto) y los nómadas digitales con ingresos del exterior.

Si los pobres evaden impuestos con efectivo y los ricos transfieren activos con cripto, ¿quién es el único perdedor en esta crisis?

La respuesta es desgarradora: los “honrados” que cumplen la ley.

La legalidad ahoga a los honrados

Solemos pensar que tener un empleo decente y pagar impuestos es el billete a la clase media. Pero en un país con doble sistema cambiario y descontrol inflacionario, ese “billete legal” se convierte en una pesada cadena.

Su drama nace de una ecuación insoluble: ingresos anclados al tipo oficial, gastos anclados al tipo del mercado negro.

Supón que eres un alto directivo de multinacional y cobras un millón de pesos al mes. En las cuentas oficiales, a un cambio de 1:1000, ganas 1000 dólares. Pero en la vida real, cuando compras leche o gasolina, los precios están fijados según el cambio negro (1:1400 o más).

Así, tu poder adquisitivo real se reduce a la mitad cuando cobras el sueldo.

Lo peor es que no puedes “desaparecer”. No puedes, como un supermercadista chino, descontar por pago en efectivo ni, como un nómada digital, cobrar en USDT. Cada céntimo de tus ingresos está en el radar de la AFIP, totalmente transparente y sin escapatoria.

Así aparece un fenómeno sociológico cruel. Entre 2017 y 2023, surgieron los “nuevos pobres” (Nuevos Pobres).

Eran clase media acomodada, con educación superior y buena vivienda. Pero, golpeados por el aumento del coste de vida y la devaluación, han visto cómo caían bajo el umbral de la pobreza.

Es una “selección inversa” social. Los que dominan la economía sumergida —dueños de supermercados chinos, banqueros judíos, freelancers que cobran en USDT— han descifrado la supervivencia en las ruinas. Los que intentan “trabajar bien” en el sistema oficial son los que pagan el coste del sistema.

Incluso los más astutos de este grupo solo pueden hacer una “defensa” desesperada.

Pablo menciona la “sabiduría financiera” de la clase media argentina. Por ejemplo, usar Mercado Pago y similares para obtener rendimientos anuales del 30%~50% en cuentas a la vista.

¿Parece mucho? Pablo hace cuentas: “Teniendo en cuenta la inflación y la depreciación, ese APY solo mantiene el valor en dólares si el tipo de cambio se mantiene estable, pero suele no ser así; en general, ese rendimiento no compensa la devaluación”.

Además, muchos argentinos listos anticipan las caídas del peso y usan la tarjeta de crédito para obtener dólares, aprovechando el desfase de la inflación.

Pero todo eso es “defensivo”, no “ofensivo”. En un país con la moneda colapsada, toda gestión financiera y arbitraje es solo para “no perder” o “perder menos”, nunca para ganar riqueza real.

El colapso de la clase media suele ser silencioso.

No salen a la calle a quemar neumáticos como los de abajo, ni emigran como los ricos. Simplemente cancelan la cena del fin de semana, cambian a los niños de colegio, y cada noche hacen cuentas ansiosos pensando en el mes siguiente.

Son los contribuyentes más obedientes, y los más esquilmados.

La apuesta del destino nacional

En su regreso, Pablo vio en un enchufe de la esquina el resumen del giro nacional.

Argentina practicaba un proteccionismo comercial absurdo: todos los electrodomésticos debían cumplir la “norma argentina”, cortando el extremo superior del enchufe universal tipo triángulo, o no se podían vender. No era solo un enchufe: era el símbolo del muro mercantilista, obligando a los ciudadanos por decreto a pagar por una industria nacional cara y de baja calidad.

Hoy, Milei está derribando ese muro. Este presidente “loco” seguidor de la escuela austriaca empuña la motosierra en un experimento social que asombra al mundo: recorta un 30% el gasto público y elimina el control de cambios.

El efecto ha sido inmediato. Las cuentas públicas presentan superávit tras años, la inflación cae del 200% al 30%, y la brecha entre el cambio oficial y el negro baja del 100% al 10%.

Pero el precio de la reforma es el dolor.

Cuando quitan subsidios y liberalizan el cambio, los nuevos pobres y los mileuristas reciben el primer golpe. Sin embargo, para sorpresa de Pablo, la mayoría de la población que conoce sigue apoyando a Milei, pese a las dificultades.

La historia argentina es un ciclo de colapso y reconstrucción. Entre 1860 y 1930 fue de los países más ricos del mundo, luego cayó en un largo declive, oscilando entre crecimiento y crisis.

En 2015, Macri levantó el control cambiario y liberalizó, pero fracasó y en 2019 volvió el control. ¿Será la reforma de Milei el punto de inflexión que rompa el ciclo? ¿O tras otra esperanza fugaz llegará una desesperación más profunda?

Nadie lo sabe. Pero lo cierto es que el mundo subterráneo construido por cuevas judías, supermercados chinos y millones de individuos “inmunes a la inflación” tiene una inercia y vitalidad formidables. Da refugio cuando el orden oficial colapsa, y se repliega y adapta cuando se reconstruye.

Para terminar, volvamos al almuerzo de Pablo.

“Al principio pensé que, con precios tan altos, el camarero ganaría mucho, así que solo dejé el 5% de propina, pero un amigo me corrigió: aquí siempre hay que dar el 10%”, recuerda Pablo.

En un país de precios desbocados y moneda colapsada, la gente sigue con la costumbre de dejar propina, sigue bailando tango, sigue conversando animadamente en las cafeterías. Esa vitalidad salvaje es el verdadero trasfondo nacional.

Durante un siglo, la Casa Rosada de Buenos Aires ha cambiado de inquilinos una y otra vez, y el peso ha muerto muchas veces. Pero el pueblo, a golpe de transacciones subterráneas y sabiduría gris, ha encontrado salidas en cada callejón sin salida.

Mientras el deseo de “estabilidad” siga siendo menor que la aspiración a la “libertad”, mientras la confianza en el gobierno sea inferior a la que se tiene en el chino de la esquina, la Argentina subterránea existirá siempre.

Bienvenidos a la Argentina subterránea.
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